Ropa Vieja
Martín Lorenzo Paredes Aparicio
Con zambombas y sin villancicos
No hay mayor condena que el olvido. Nada duele más que comprobar cómo el nombre propio se convierte en una palabra prohibida y cómo todo lo bueno realizado, por poco que sea, se convierte en polvo que se lleva el viento. Ya sea un faraón egipcio, un emperador romano, una expareja, un vecino o un compañero de trabajo que nos cae mal, es una antigua costumbre humana la de hacer como si jamás hubiese existido. Negar siempre es más sencillo que reconocer, sobre todo cuando esa persona nos ha tocado el orgullo, la autoestima o la moral.
Pero, como toda condena, a menudo es injusta. Y las injusticias al final acaban pasando factura a quienes las cometen, aunque estos no lo crean, porque la conciencia nunca descansa. No dejar rastro alguno del prójimo es un mecanismo de defensa básico que busca exclusivamente crear un mundo artificial a nuestro alrededor con tal de no alterar la realidad que más nos proteja, todo ello sin caer en la cuenta del daño que vamos a generar con ello y mucho menos del ridículo que supone reescribir las historias que vamos viviendo amparándonos en nuestra ignorante comodidad.
A mi modo de ver, la Damnatio Memoriae es tremendamente infantil y solo alberga una excusa para aceptar nuestro fracaso. En la actualidad es fácil llevarla a cabo, viviendo en grandes ciudades llenas de desconocidos o bloqueando contactos a través de las redes sociales. Lo difícil es afrontar los problemas con madurez, buscar el momento para aclarar malentendidos y dejar las mediocridades a un lado para ser valientes y, sobre todo, agradecidos.
Ejercicio: piensen en personas que alguna vez fueron importantes pero que ya han sacado de sus vidas y recuerden mentalmente sus nombres. Posiblemente haya resonado con fuerza algún que otro nombre. Y quizá lo hayan recordado con vergüenza, porque ustedes mismos reconozcan de forma inconsciente que no lo hicieron del todo bien en su momento. Puede incluso que lleguen a la conclusión de que ese olvido voluntario está motivado por su incapacidad de pedir perdón o de aceptar su parte de culpa. Y ahora pregúntense: ¿es esa persona la que está enterrada o, en realidad, son ustedes quienes residen en el sepulcro que conforma el odio? Piénsenlo, háganme caso… El olvido jamás hizo libre a nadie. No se crean tan buenas personas, porque no lo serán del todo hasta que saquen de su cabeza el resentimiento. No lo olviden…
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