Teletrabaja, si puedes

el poliedro

18 de enero 2025 - 03:10

Un amigo llama telejeta al teletrabajo. Es claro que él, directivo de intenso nivel de exigencia personal, no cree que la productividad de la labor sea compatible con que la gente no comparta físicamente una oficina, y más si hay relaciones de supervisión y coordinación de las que depende la calidad de la tarea por la cual la empresa paga a sus empleados. Él cree que “el ojo del amo engorda al caballo”, y es natural que lo crea, en su caso, porque no es los mismo lo que no es igual: un proyecto complejo, una interacción burocrática y rutinaria, un entorno estable frente a una situación de crisis y de exigencia imperativa de decidir y resolver. Otro amigo acaba de liquidar, con sus socios, el contrato de alquiler del inmueble que era sede de su asesoría, porque es caro y prescindible, de lo cual se percataron de la mano de la dinamita de muchas relaciones laborales que estalló con la pandemia Covid, hace apenas cinco años.

El teletrabajo es producto de un mecanismo de coordinación –gestionar es coordinar– que podemos llamar normalización del output; esto es, se controla a la tarea por el resultado de su trabajo, y no tanto durante el proceso de ejecución de la mismo: es un paso adelante con respecto a la supervisión directa del jefe sobre sus subordinados. No en todos los casos es posible, cabe reiterar. Resulta que la condición de eso –ser jefe– puede quedarse con los pies colgando, y mermada y vaciada su autoridad, y amenazado su pequeño o gran poder. El teletrabajo –allá donde sea factible– supone la asunción del principio de confianza profesional por parte de la empresa o la institución, y de la creencia en que es posible el verdadero compromiso del empleado que trabaja en babuchas. El teletrabajador debe rendir lo mismo o más que compartiendo la máquina de café. Aparte, la llamada “huella de carbono” que implican los desplazamientos al centro de trabajo, o la necesidad social de quienes una oficina supone una satisfacción relacional son, y valgan estos como ejemplos, factores que hacen incomparables unos puestos de trabajo y otros.

Cursa una tendencia en este cambio contemporáneo de las relaciones laborales. Las empresas que, superada la pandemia, han eliminado el teletrabajo van afrontando el problema de cubrir sus vacantes. Obligar a los empleados más cualificados a volver a las oficinas puede mover a estos a renunciar a un contrato: porque pueden. Es cada día más complicado hacerse con los servicios de alguien valioso si no se le ofrece la posibilidad de trabajar a distancia, al menos en un porcentaje de sus jornadas. Los echahoras al pie del cañón de su escritorio ya no son garantía de productividad –¿lo fueron alguna vez?–, y los empleados necesarios o imprescindibles no aceptan tanto la obligada presencia física en el puesto. Hacen valer su valía. Si la tienen, claro es. Entre el telejeta y el que hace lo que debe cuando debe y como debe hay una inmensa gama de grises. Sostenía Henry Mintzberg, pionero de la Organización de Empresas como materia teórica, que, cuando las cosas a resolver se vuelven complejas o críticas, hay que volver a verse las caras. Mientras tanto, las empresas se van a ver obligadas a delegar de verdad en aquellas personas que aportan valor; y también a ahorrar costes con aquellas otras que pueden hacer su función desde sus casas.

Recuerdo que el empowerment fue una tendencia rompedora antes de que estar empoderado/a fuera una exigencia igualitaria entre sexos, y una difusa amalgama ideológica. Se empodera uno, o una, por su contribución. Y la gente, cada vez más, parece exigir condiciones de trabajo nuevas, como rendir a distancia... si tiene palanca para tal reivindicación. Si aporta más de lo que recibe y cuesta, huelga decirlo.

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