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Al final del verano suele noticiarse sobre cómo a partir de septiembre y durante pocos meses después arrecian las peticiones y demandas de divorcio. Es un tema recurrente, como hay otros en cada estación del año: las navidades, las rebajas, la gripe u otras pequeñeces y cosas comunes a los humanos. El pasado martes, fuera de cualquier temporada alta, un encuentro a pie de calle con una pareja de amigos recientemente jubilados hizo surgir una charla tan fugaz como la vida misma. Deliciosa y bendita trivialidad. Sacamos a colación las separaciones, quién sabe por qué; una cosa lleva a otra, ya se sabe.
Ella afirmaba que, si bien la intensa convivencia vacacional constituye un tour de force tópico, emergía una circunstancia aún por ponderar: no hay mayor cohabitación entre dos emparejados que el que impone –o regala, según– el estar ellos jubilados. Cuando dejan de discurrir ocho o diez horas diarias de separación física y psíquica entre la pareja, cada uno a su labor; un porcentaje del transcurso cotidiano y semanal que se dispara cuando ambos se liberan de la obligación laboral, y enfilan lo que se suele denominar “el merecido descanso”. Tal perspectiva otorga la posibilidad de disfrutar serena y gozosamente de sus vidas, y es un derecho adquirido tras años de cotizaciones y demás avatares del trabajo, quizá también de crianza.
Entre bromas y veras, aseguraba ella que eclosionan los divorcios entre parejas retiradas (justo en ese momento rodaba junto a nosotros tres, por el carril bici, un letrado especializado en asuntos de familia y matrimoniales que estuvo conmigo en el colegio, oh casualidad: contrastaría con él si la hipótesis de la doctora retirada era plausible, o sea, si se divorciaban cada vez más parejas ya “pensionadas” y con altas expectativas de seguir viviendo en razonables condiciones). No se antojaba aparente que esta tesitura fuera el caso de ellos dos, por cierto: nadie pasea charlando con alguien a quien ya no soporta, y menos caminando bajo la lluvia y a la primera hora de la tarde. No parábamos de reír y comentar.
Para personas de cualquier edad, crece sin pausa la “esperanza de vida”, que es el número medio de años que esperaría seguir viviendo quien acumula una determinada cantidad de primaveras. Si para los jóvenes tal expectativa no para de alargarse, para sus padres es también mayor que la que tuvieron sus propios padres, los abuelos. La creciente longevidad tiene que ver con la financiación del sistema de pensiones, áspero debate que nos evitaremos aquí ahora, porque, más allá de los dineros macroeconómicos y su viabilidad, de pronto uno, en una acera, se topa con la idea de una metamorfosis demográfica insospechada y de andar por casa. Lo dice un estudio: la media de los mayores de 65 que se divorcian –en primera o sucesiva instancia– está muy por encima de la edad media nacional de divorciantes, sean de la muchachada fértil u otros de cualquier otra franja de años vividos. Según el estudio –es del Imserso–, tras el primer y sesentañero otoño la tasa de divorcios tardíos cae en picado: una vez viuda –ellas viven más tiempo que ellos– no es factible la ruptura; y atisbando los ochenta en gran medida la gente deja de separarse. Cabe lanzarse a elucubrar si ellos lo hacen por esto y ellas por aquello, y así abundar en el tópico: si es que rompen ellos por tener capacidad de buscarse una compañía algo lozana que acabe cuidándolos, o ellas por aspirar a apurar los bienes de la vida de los que quizá se vio privada, o nada más que desea disfrutar. Ese análisis causal con palanca de género es demasiado enjundioso y aventurado. Pero hay algo patente e innegociable: cualquiera fecha diga su DNI, la gente es eso, gente. Con todos sus avíos.
Nos dijimos adiós entre abrazos. Y cada mochuelo se fue a su olivo. Arreciaba.
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