El parqué
Álvaro Romero
Tono alcista
Tribuna Económica
Ala economía le interesa el estudio del comportamiento mentiroso. Si la mentira proporciona beneficios, cualquiera que sea su naturaleza, el economista ha de interesarse en el estudio de sus mecanismos, especialmente cuando el ámbito inmediato es el de la economía, aunque el interés final pueda ser diferente. Serían los casos del “España nos roba” o de los beneficios para Andalucía del pacto fiscal con Cataluña. También interesan a la economía los beneficios de naturaleza no económica, como los de carácter político o personal. Trump es un mentiroso compulsivo en materia inmigración, pero siempre existe un trasfondo de racionalidad económica. La mentira es un camino racional hacia un objetivo cuando los beneficios esperados superan a los costes soportados, entre los que obviamente se encuentran los de naturaleza moral y reputacional.
Cuando el periodista preguntó directamente a Sánchez por sus mentiras, la respuesta fue seguir mintiendo: no son mentiras, son cambios de opinión. El coste reputacional de mentir se ha reducido tanto, en el caso de la política, entendida en sentido amplio (incluidos medios de comunicación y tertulianos), que los beneficios aparecen de inmediato. En otros ámbitos las cosas son diferentes. La mentira piadosa y la bienintencionada (evitar males peores) están socialmente justificadas, pero en el ámbito de los negocios los costes de reputación son incluso más disuasorios que en el pasado, dado el enorme potencial destructivo de los bulos a través de redes sociales o cualquier otro circuito de comunicación. En este sentido, la iniciativa para mejorar la democracia mediante la represión de la desinformación y la mentira tendría que ser bienvenida, si no fuera porque quien lo promueve es el propio Gobierno, adicto a la utilización torticera de la mentira como recurso político.
Otra cosa son los costes morales. La fragilidad ética de los urdidores de las mentiras, normalmente grupos reducidos, puede ayudar a entender la predisposición a ignorar las barreras morales en las organizaciones políticas, pero la acomodación de amplias capas sociales, incluidas las directamente perjudicadas, como ocurre en Andalucía en relación con la financiación singular a Cataluña, resulta más difícil de explicar. Puesto que la perspectiva de beneficio es reducida en el caso de militantes y todavía mucho más en el de votantes, hay que aceptar un cierto componente de irracionalidad en la reducción del coste moral social de la mentira, que probablemente haya que relacionar con la ideología.
Entendida como conjunto consignas repetidas desde los partidos políticos con la finalidad de desactivar las conciencias individuales, la ideología juega un papel similar al de la fe en el caso de las religiones: aceptar una realidad tergiversada, pese al conflicto con la ética o la razón. Pero para todo hay límites y los andaluces no parecen dispuestos a volver a caer en la misma fórmula-trampa de los últimos 40 años. La promesa de mayor volumen de recursos con que se pretende manipular la conciencia de los andaluces sobre la financiación singular a Cataluña, oculta la condena a permanecer en el vagón de cola del desarrollo regional en España.
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