Penas

Cómo y cuándo me hice hermano de aquella hermandad?”, escribía el poeta de inspiración limpia Juan Sierra. Intuyo que siempre estuvo presente, cumpliendo aquel rito de amor de nuestras cofradías cuando son ellas las que te encuentran. El retablo cerámico de Montalván del Señor caído sobre el paisaje –en la fachada de la parroquia– recogió las oraciones de mi padre cuando sirvió en el mando de la región Aérea del Estrecho, en aquel entonces en el vecino palacio de Monsalud. Aquella ventana abierta a la devoción fue la siembra de una cercanía especial que mantuvo toda su vida.

De su mano me llegaron los primeros Lunes Santos, aprendiendo de él el lado correcto de la vida para no perderle nunca su mirada. Me gustaba soñar su magnífico paso, sus angelitos pasionistas en el rompimiento rojo del monte, sus faroles y su cruz de carey en el interior quieto y sereno de la parroquia, en aquella postal Escudo de Oro que contemplaba una y otra vez. Como si ello acortara la espera de ver de nuevo alzada la arquitectura de su paso en los días de la semana de Pasión.

Crecí en el cariño hacia esta Hermandad de Las Penas. La mano sostenida sobre la roca. La dulzura inmensa de su Señor buscando nuestras miradas hasta que alcanzó la mía. El nudo de esta historia personal lo resolvió ese atrio de consuelo que son las estampas viajeras por hospitales, mercados, tiendas y hogares, que tanto saben de las asperezas de la vida. Mi madre ingresó llevando en su mano una estampa del Señor que le dio una buena amiga y hermana de Las Penas. Su dulzura confortó aquellos días difíciles. Y transcurrido un tiempo de su partida para responder a esta deuda de amor y amistad, me hice hermano de aquel sol de la infancia.

Siempre joven esta hermandad mía que cumple este año el 150 aniversario de su fundación. Personal en su estilo y fiel en su vocación. Caminando con ella me devuelve siempre entre los naranjos de San Vicente, aquel niño que nunca le perdió la mirada.