Visto y Oído
Broncano
el poliedro
Recuerdo al chaval porque era de mi colegio y porque era eso que solemos llamar “especial”; se lo tenía por tal por algunos con interés y ternura, y por otros con desconfianza o compasión. En la casa del compañero adonde íbamos varios a hacer “un trabajo” estaban sus hermanas mayores vestidas con el uniforme de un colegio de monjas irlandesas; el inglés lo conocían o lo chapurreaban. En el amplio salón, las acompañaban, como de ronda, un par de mozos vestidos de granjero británico, aunque su forma de hablar era completamente del terreno, del meridional y del profundo. Los aspirantes parecían ser de gente de tierras, y ellos, al expresarse, parecían masticar terrones de olivar. Una de las hermanas de la casa se afanaba en tocar una canción de los Beatles. Dijo que no se acordaba del título. El chaval especial superó su timidez y le recordó que era While my Guitar Gently Weeps”. Ella lo agradeció mucho, y todas estaban muy gratamente sorprendidas, ¡con lo chico que era el muchachito! Los granjeros intervinieron, con el máximo impostado ceceo: “¿Y eso qué coño es, niño?”. Terrón trágame, el chaval tradujo: “Mientras mi guitarra dulcemente llora, creo”. “Osú, osú, osú, ¡qué juventud estamos criando!”. Aunque los criadores tendrían menos de 20 años, su vocación era ser más antiguos que sus mismísimos abuelos, y cuanto antes.
Este es un caso costumbrista y algo surrealista del juicio desdeñoso que, con la edad, los mayores aplican a los jóvenes, y a todos ellos juntos. Aquello era vejez prematura vestida de jocosidad (aunque muy gracioso no sería para el chaval, banderilleado por su pequeña erudición en música e inglés). Es una anécdota de un vicio que cursa con cambiantes modos y razones. Que nosotros sí que éramos nobles, currantes, respetuosos... y así hasta el país de los sueños y vuelta. Este bucle melancólico parece ser un inevitable síndrome de agrios pajarracos de madurez, cuando nos medimos en pie de superioridad moral con los nuevos, ideal y fantasiosamente. Y nos erigimos en castigadores de los dulces pájaros de juventud, con sus móviles y sus vestimentas y sus músicas diabólicas. Todo en el mismo saco, saco de pienso compuesto... o de pienso lo mínimo. Podía llorar, con hombría, el fandango; pero no la guitarra y la voz del “tercer beatle”. Y encima, en inglés.
Hace unos días, un conocido que tiene hijos e hijas que hablan, por cierto, más que eficazmente el inglés me preguntaba si yo percibía en los estudiantes de la facultad una deriva fatal hacia la incultura, hacia el desdén por el conocimiento en general. Le dije que no sabría yo decirle, pero que incultos y despreocupados por saber cosas útiles o teóricamente menos útiles los ha habido siempre. Que, además, estos nuevos universitarios provienen de todo sitio y origen familiar, que eran muy hábiles en ciertas materias del todo prácticas que a los ya talludos nos estresan y arrinconan, y, por no extenderme ahora, que eran menos prejuiciosos con el sexo, de forma que hombres y mujeres de esta España hacían desde la adolescencia verdadera amistad, y podían dormir un finde en un mismo cuarto, sin más (o con todo). De hecho, según parece y a pesar del porno gratuito, dan menos importancia al sexo que sus padres; que no es una prioridad en sus intereses.
Obviamos que internet es un prodigio que, como cualquier otro, contiene en su maravilla su condena adictiva. Que esa adicción no es culpa de ellos ni de su fragilidad, desde luego. Cualquier tiempo pasado no es mejor, sino en los paraísos de la memoria de cada cual. Hay hijas que cantan con gran emoción aquella canción de George Harrison. A pesar de que nacieron mucho después de haber muerto el autor de aquella canción que advierte que, mientras la guitarra llora suavemente, el suelo necesita escoba y fregona.
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