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Porque se muere el mundo rural
OPINIÓN
El autor analiza cómo se desprecia la vida en el ámbito rural en contraposición con "malvivir" en las grandes ciudades de cualquier manera
Estos días en ese vertedero de la decadencia moral de la sociedad en el que se ha convertido la red social X (antes Twitter), un empresario de La Matea, aldea de Santiago-Pontones y último rincón de la Sierra de Segura jiennense, se preguntaba qué empujaba a muchos jóvenes a marcharse a las grandes ciudades a malvivir en un apartamento con cuarto compartido pagando precios imposibles, mientras en los pueblos se perdían buenas oportunidades de formar un futuro a base de emprendimiento.
Su reflexión me recordó la historia de una persona de Jaén, con la que coincidí hace 15 años mientras ambos estudiábamos alemán. Se trataba de un joven de un pueblo de Jaén, al que con mucho esfuerzo, sus padres estaban costeando una carrera de ingeniero. Titulación que compaginaba con los estudios de alemán, pues una multinacional le había asegurado un puesto de trabajo en Düsseldorf con el B1 de la lengua germana. Y él, aplicado y estudioso, pocos meses después emigró a Alemania con su diploma de alemán y su título de ingeniero debajo del brazo.
Poco dado a las redes sociales, no supe más de él hasta que hace un par de años, fruto de mi desempeño como diputado, me tocó visitar su pueblo. Quiso la fortuna que me reconociera y se apeara de su coche para saludarme. Vestía ropa de currante –pantalón azul marino de trabajo y camiseta de empresa de instalaciones- y se bajaba de un Citröen Berlingo lleno de herramientas. Perplejo, le pregunté por su aventura alemana y como había acabado de fontanero en su pueblo y la explicación de su periplo, me enseñó que está fallando en nuestra sociedad al respecto.
Mi amigo se fue a Alemania y trabajaba como ingeniero en una multinacional. Joven y con dinero, en su empresa de Düsseldorf conoció a una joven madrileña con la que empezó a salir. Al poco tiempo, la empresa les ofreció regresar a España. A Madrid a la sucursal de la empresa.
Y una vez en Madrid decidieron emprender un proyecto común y casarse. Compraron un ático en Tres Cantos en una zona chic. Más de 600.000€ por 70m2 con terraza, parking y trastero. Pero no había miedo. Toda la vida por delante y buenos sueldos. Ropa de marca, BMW, iPhone… el pack de la felicidad completo.
Una felicidad que duró poco tiempo. En menos de dos años, la empresa decidió cerrar la sede de Madrid enviando a ambos al desempleo. Y como dice el refrán, cuando la pobreza entra por la puerta, el amor salta por la ventana y su mujer le abandonó. Solo. Sin trabajo y con una hipoteca imposible, su único golpe de suerte fue el de vender el piso. Y así, con una mano delante y otra detrás se volvió a su pueblo, donde le esperaba otro duro golpe; el de la defenestración social. Porque en los pueblos, no existe la vuelta del hijo pródigo.
Volver a empezar no es fácil. De vuelta a casa empezó a ayudar a su padre en el campo y como era un poco manitas, le salieron algunas chapuzas hasta que se dio cuenta de que en su pueblo era una odisea encontrar un fontanero. Así que ahorró para herramientas y furgoneta de segunda mano, se dio de alta de autónomo y comenzó su nueva andadura. Su nueva aventura no era en Alemania. Era en su pueblo.
La vida le volvía a sonreír. Se construyó una casa que ya tiene pagada. Se casó con una joven del pueblo de al lado y tienen dos hijos. Su empresa, tenía ya 4 empleados y también lamentaba no encontrar más gente porque no daban abasto atendiendo a toda la comarca. Las cosas le iban bien y sobre todo, era feliz. Y me comentaba que, si a su generación les hubieran explicado de otra forma las cosas, igual no hubiera hecho a sus padres sacrificarse para estudiar una ingeniería, que finalmente no le ha servido para labrarse un futuro y que, como él, muchos de sus amigos de la infancia, habían estudiado carreras universitarias para acabar trabajando en el campo en el pueblo o sirviendo cafés en un Starbucks en Madrid compartiendo piso por el 80% de su sueldo.
Sin embargo, el gran mal de la sociedad rural es que sigue estando mucho mejor visto trabajar de lo que sea en Alemania o Madrid que ser fontanero en Arquillos, Chilluévar o la Higuera de Calatrava. Incluso, aunque con una empresa de fontanería ganes más dinero y vivas más dignamente que en cualquier piso compartido en la capital. Hemos convertido en un éxito social que el niño o la niña esté “colocado” en la capital en lugar de trabajando en el pueblo, cuando el mayor fracaso de la sociedad rural es, precisamente, empujar a nuestros jóvenes al exilio, convirtiendo los pueblos cada vez más en asilos y en lugares, que rezumaban vida hace poco, en auténticos desiertos.
Y mientras malgastamos millones de dinero en empujar a los jóvenes a estudiar periodismo, filosofía o humanidades sin más perspectiva que engrosar las listas del paro o en el mejor de los casos, a un empleo de media jornada en una cadena de restauración franquiciada, en los pueblos faltan fontaneros, mecánicos, electricistas o panaderos, generando un bucle mortal; se pierden los servicios que hacen atractivo vivir en un pueblo y al no ser atractivo vivir en un pueblo, la gente emigra en busca de nuevas oportunidades a la ciudad.
Y lo peor, lo más preocupante, es que no existe una sola medida encaminada a revertir esta realidad. El único plan que ha existido ha sido el de repartir míseras pagas para el campo que dan lo justo para vivir, pero no alcanzan para soñar, condenando a las gentes rurales a una vida ausente de aspiraciones y al exilio forzado a quien se quiera revelar contra esa realidad. Y así mientras en la España rural el cartel más usado es el de “Se Vende” cada vez es más difícil encontrar una vivienda digna en la gran ciudad.
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