Mi casa

Baja temeraria

19 de junio 2024 - 11:12

Una ET

Que la vertebración del Estado, su financiación y su convivencia son importantes no lo discute nadie. Que haya noticias desalentadoras sobre la imparcialidad de las sentencias judiciales (prefiero hablar de sentencias y no de jueces, es puro manual de autoayuda casera para no caer en depresión) o que la rabia, la ira y la mentira hayan conseguido el escaño mejor pagado en Europa son asuntos preocupantes. Claro. Todo eso forma parte del estado de opinión pública que sirve de termómetro de la sociedad que somos, pero puertas adentro o más allá de la conversación general –también llamada relato– hay un estado de ánimo que a veces se corresponde con la realidad y otras es pura percepción térmica. Ya saben, lo que se llama “disonancia pragmática” en sociología: si me preguntan por cómo va la economía nacional digo que fatal, aunque si lo hacen por mi situación económica en particular contesto que no me va mal. En verdad resulta difícil mantener el optimismo con guerras contra civiles perpetradas ante nuestras narices o asistiendo al espectáculo de las mentiras como catapulta un escaño en Europa, aunque nos hayan subido el salario mínimo, baje el paro y nos aumente su poco la pensión. Es como aquellos que se quejan de falta de libertad de expresión mientras la ejercen en un programa televisivo de máxima audiencia. Pragmático no sé si es, pero disonante, de narices.

Lo que no resulta ni una percepción subjetiva ni un problema menor es la casa a la que quería volver ET y que cientos de miles de jóvenes ven ya más imposible que un Encuentro en la Tercera Fase, por seguir con el popular cineasta. Las razones y las recetas las sabemos y las repetimos: desde los que creen que la solución es solamente construir vivienda pública para compra o alquiler, hasta los que aconsejan la regulación sobre el precio. Eso que hacen los muy estrafalarios alemanes en Berlín. El caso es que o la política–ergo la administración– actúa o algo tan elemental como tener donde vivir se puede tornar en frustración que aliente inquina y desafecto. Y ya sabemos qué pasa cuando la ira gana en las urnas. Que se nos cae el techo –o cielo– democrático encima como tanto temía Asterix, el galo. No hace falta dar pistas. ¿Verdad?

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