Leve teoría de las rebajas

el poliedro

11 de enero 2025 - 03:08

Estamos en rebajas, un concepto de mercadotecnia mediante el que, al menos en teoría, los bienes y mercancías de consumo que demanda la gente corriente se ofrecen a un precio inferior a su nivel normal durante el resto del año. Como sucede con los billetes del AVE o con la electricidad, que según la hora en los que se viaja o se pone la lavadora cuestan más o menos, los “saldos” responden a la muy socioeconómica Ley de la Oferta y la Demanda, que –de nuevo, en buena teoría– hace que, si mucha gente quiere comprarlos, los bienes son más caros para una misma cantidad de la oferta de los vendedores; y viceversa: si hay pocos demandantes, los oferentes se vienen abajo en sus precios de venta. Todo este esquema es pura economía, si consideramos a esta disciplina como la ciencia de la escasez: lo escaso es caro; lo abundante, barato. Un esquema transaccional que funciona regido por una máxima resumida en un latinazgo, Ceteris paribus, esto es, permaneciendo constantes el resto de factores.

Por ejemplo, los bienes y servicios subvencionados por un factor llamado Estado pervierten este encuentro entre oferta y demanda en un punto llamado precio. Bendita perversión en asuntos fundamentales como la salud, la educación o el transporte. Un liberal no aceptará el oxímoron bendita perversión, porque cree en otra máxima económica, esta del fisiócrata francés Quesnay, allá por el siglo XVIII: “Laissez faire, laissez passer: le monde va de lui même”; “Dejen hacer, dejen que suceda: el mundo va solo”, un principio moral mercantil, o más bien de fe, que un descreído en los supuestos automatismos de ajuste entre oferta y demanda negará: un keynesiano o un socialdemócrata prefiere la doctrina que sostiene que es necesaria la intervención del sector público como motor del desarrollo económico, o al menos como garante de cierto reequilibrio en la influencia entre los poderosos y los débiles en el juego. Sucede que muchas veces los liberales de fe son más bien neocón, y exigirán libertad libérrima sólo si su bolsillo privado o su derecho a recibir, por ejemplo, atención médica no se ven afectados, y renegará de los impuestos. En la otra esquina del ring de la ideología en política económica, el Estado intervencionista puede entorpecer a los mercados, o ser objeto de corrupción. Como ilustra la genial escena final de Con faldas y a lo loco de Billy Wilder, cuando un Jack Lemmon travestido le dice a su botero y pretendiente que ella es un hombre, y no una mujer. A lo que el timonel replica, encantadito: “Nadie es perfecto”. Ni la economía, claro.

Las rebajas son imperfectas, porque hay rebajas que sólo fingen serlo, y a veces mienten en los números que figuran en las etiquetas o sólo tratan de liquidar los stocks que envejecen o se acumulan en las fábricas. Pero más allá de la picaresca comercial, las rebajas son estímulos que se lanzan a los consumidores cuando estos se disponen a estar tiesos en el veraneo, o bien ya lo están tras las navidades. En esos “valles” de demanda en los que los que la cuenta corriente da bocados –o boqueadas–, las rebajas de enero o los Black Friday buscan recalentar el consumo, o más bien el consumismo. Donde decimos enero, decimos febrero: la cuesta financiera familiar ya no es del primer mes del año, porque las tarjetas de crédito o débito obran el milagro de andar por casa, esa patada a seguir que consiste en trasladar las obligaciones de pago más allá del momento de la compraventa.

Como corolario, permita usted que esta humilde lección de economía doméstica o micro nos recuerde que nunca ha habido duros a cuatro pesetas. Y que el consumo tiene mucho de una irracionalidad que contradice a más no poder las leyes de los mercados perfectos. Dicho esto, allá cada cual, cómo no.

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