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Hace aproximadamente tres décadas que un nuevo concepto acuñado por la CIA, el de estado fallido, atrajo el interés de intelectuales y académicos. La proliferación de focos de violencia incontrolada en diversas partes del planeta oscurecía la consolidación de los Estados Unidos como única potencia universal, tras la caída del muro de Berlín. Los estados fallidos eran lugares donde el monopolio legítimo de la violencia no era ejercido de forma exclusiva por el estado y su gobierno. Una realidad tras la que se intuyen problemas de seguridad, tensión geopolítica, corrupción, estructuras paralelas de poder, etc., que no tardó en abrir líneas de pensamiento alternativas. Chomsky (Estados Fallidos. El abuso de poder y el ataque a la democracia, 2007) lleva el concepto más allá de los límites de la violencia y lo utiliza para referirse a gobiernos incapaces de hacer frente a sus responsabilidades, de hacer prosperar sus propias iniciativas e incluso de hacer cumplir sus propias leyes. Surge la idea del estado débil, que ya Fukuyama (La construcción del Estado, 2004) identificaba por la debilidad de las instituciones responsables de luchar contra problemas estructurales como la salud pública, la pobreza, la corrupción o el narcotráfico.
El estado débil aparece con la ocupación de las instituciones por parte del poder político, se desarrolla con el deterioro de la calidad de las mismas y culmina, en el caso de las democracias, con la desaparición del estado de derecho. Incluso un estado fuerte no democrático ha de disponer, si aspira a mantenerse, de un entramado institucional potente, capaz de ordenar la convivencia y hacer que las cosas funcionen. Desde el punto de vista de la economía, el papel fundamental de las instituciones es el de proveer a la sociedad de los incentivos adecuados para que los recursos se asignen de manera eficiente. Es probable que una sociedad donde las instituciones incentivan el trabajo y el esfuerzo como forma de progreso personal sea más próspera que otra donde el mismo objetivo puede conseguirse por procedimientos de selección adversa, como el enchufe o el clientelismo político, sindical o de cualquier otra naturaleza. Entre sus consecuencias me parece especialmente destacable su impacto en el legado intergeneracional.
La literatura especializada recomienda el reforzamiento de la calidad y la independencia de las instituciones como la mejor receta contra el debilitamiento del estado. Especialmente de aquellas que son responsables del control y fiscalización de la actividad gubernamental y del sector público en general.
El deterioro de las instituciones hace que España apunte peligrosamente en la dirección que caracteriza a los estados débiles, donde los gobiernos toman decisiones importantes que dan lugar a estructuras ineficientes cuyas consecuencias pueden ser duraderas en el tiempo. Los intereses de generaciones futuras se ven, de esta forma, seriamente amenazados por un legado institucional ineficiente, fruto de la incapacidad del Gobierno para hacer frente a sus compromisos y responsabilidades electorales y de su predisposición a entrar en el juego del chantaje interesado de las minorías radicales.
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