
NOTAS AL MARGEN
David Fernández
Volverán las plegarias al dios de la lluvia
En cada lágrima
Porque de eso va esto: del corazón. De una relación personal y comunitaria, tejida en la memoria y el presente. Llevar a ese Dios en la ciudad a los espacios cotidianos de la vida. Encajan mal –por no ser fieles a la verdad que la sustenta– los reduccionismos a nuestra Semana Santa. Tal y como la vive y entiende el pueblo. Ni un clericalismo ni un populismo que en épocas pasadas no han comprendido el medio evangelizador de la piedad popular ni su mística. De honda raíz y vitalidad. Esos ismos que parecen reducir a los cofrades a una permanente minoría de edad. Como si la manera relacional de comprender nuestra fe, expresara un estadio singularmente inferior a otros caminos o carismas.
Es cierto que nuestras hermandades se encuentran en un ambiente complejo, en plena era digital y líquida donde todo se sucede rápidamente, que las puede conducir –arrastradas por la corriente de la falta de formación, del secularismo radicalizado que “evita” todo lo religioso– a expresar una religión sin Dios. Es decir, formas religiosas en su piedad, en su envoltorio artístico o lenguaje estético, pero sin encuentro personal con el Dios que me convierte, me sana y me salva. Algo que en su aparente brillantez, denota que está hueco por dentro. “Algo que recuerda algo”, que remite a “algo” sin fe.
Cierto, la Iglesia sigue acompañando como instrumento de salvación la historia y mi historia personal. Muy a menudo, herida por este mundo fracturado y complejo. En una sociedad líquida cuya inmediatez no facilita siempre el diálogo entre fe y razón, fe y cultura. Sustituidos por estados de opinión tan efervescentes y precipitados como los propios seudo-contenidos que proponen. Benedicto XVI fue profético en nombrar la secularización progresiva de la sociedad, donde “Dios es una realidad perfectamente prescindible”. Y la devoción y los devotos, en ese estado relacional con Dios, son el corazón de la hermandad y cofradía.
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