Francis Segura

Caro Romero

El Cayado

Un cuarto de siglo. Ahí es nada. Antes de que Carlos Herrera revolucionara la Maestranza con esa nueva forma de dar el Pregón de Semana Santa, un 9 de abril como el de hoy, don Joaquín Caro Romero pisaba las tablas de un Maestranza todavía novatón para ofrecernos un ejemplo magistral e insuperable de lo que debe ser una exaltación literaria de nuestra Fiesta Mayor. Cuando escribo estas líneas, los augures escriben el destino para José Joaquín León y las entradas para el Maestranza se exponen en los hogares como una joya más, en el abierto debate de su ubicación. Y digo yo: si el Pregón de las Glorias se ha desplazado al Salvador, olvidando lo simbólico de brindar a las hermandades letíficas el primer templo de la ciudad, y pocos han protestado, ¿por qué no mudar el Pregón de Semana Santa a otra ubicación, que haga decrecer un poco el fetichismo de su acceso? ¿Callarán las piedras?

Reflexiones aparte. Hace 25 años, don Joaquín, el ilustre vecino de la casa del trancón y la puerta verde en la calle Doña María Coronel, elevaba su voz, única y singularísima, para cantar una Semana Santa que tenía tres amores escondidos, y que fundía la cera con el topacio en el palio de la Amargura, que daba lágrimas a la “inlácrima” Quinta Angustia, que medía con puntería artillera la gracia de San Bernardo y que describió por espinelas la Madrugada indescriptible. Cantó Caro Romero a la Macarena preguntándose cómo estaba más guapa…y así por tu memoria, querido lector, pasa un quintal de versos de muchos quilates.

Ahora, desde el retiro de la calma, Joaquín Caro, su perrito, su americana de tweed, su saludo amable, su anécdota y su prolongación, Inmaculada Rodríguez –todos, aquel día, nos aprendimos su apellido para siempre– reciben mi homenaje y mi cariño. Muchos debemos lo que somos, por pregoneros, a este Caro Romero de mis laureles y mis frecsias de estas líneas. A él la honra y el cariño de aquellos niños que aprendimos a recitar contigo. Tu voz vive en nosotros, pregonero.

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