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Pues sí, aunque llueva, ya tiene Sevilla cara de Semana Santa. Bendita ciudad, que vuelve a enamorarnos con ese ardor adolescente que ahoga y embriaga. Otra vez lo ha hecho y otra vez nos hemos dejado seducir. Con sus ojos profundos y claros, su sonrisa luminosa y amplia como el horizonte encalado de una azotea. Bendita ciudad que, frente a las previsiones, quiere seguir regalándonos luz y cielo nuevos, transfigurando las calles de cada día en escenarios únicos, de olores y sensaciones inexplicables. Ciudad transformada, milenaria en sus cimientos y arrugas, pero eternamente joven en su espíritu y vitalidad. Desfigurada muchas veces por tanta injusticia, voces destempladas, ruido de troles, rincones sucios y poca educación. Todo esto salpica también la Semana Santa, porque la conformamos las personas y cómo habitemos la ciudad. Tan del pueblo es esta fiesta que todos somos protagonistas de ella, no meros espectadores; creadores, no consumidores. Por eso, bendita ciudad cuyos vecinos y visitantes se disponen en las aceras sin sillitas ni posturas egoístas, ayudando con su actitud respetuosa a crear el mejor ambiente. Bendita ciudad que apagaba las máquinas de café en respeto al transitar de las imágenes de una cofradía; o que plegaba los luminosos en las calles más estrechas para los pasos. Benditos cortejos que discurren con el orden y compostura acordes con aquello que realizan, y los nazarenos que visten la túnica con la veneración que merece.
Llega la hora, pese a la borrasca, de disfrutarla lo que podamos y cuidarla entre todos, porque es nuestra, como fue de nuestros mayores, y debemos legársela lo más íntegra y bella posible a los que nos sucedan. Ya está aquí otra vez. Es el Señor quien llama a tu puerta, la de Jerez, Triana o Carmona. Solo tienes que abrir la de tu corazón, entonces entrará y cenará contigo. Y, si quieres, acompáñalo luego en sus horas de entrega total por ti, de abrazo a la cruz, pasión y muerte. Si quieres aquí, junto a su Madre. Porque estás en Sevilla y es Semana Santa.
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