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Hoyen un país como el nuestro, en el que cada vez nacen menos niños, el único plan de natalidad de las últimas décadas ha sido el aborto –hay aproximadamente 100.000 al año–, habiéndose convertido en la única alternativa oficial ante un embarazo no previsto. Si, además, el feto viene con problemas, querer tenerlo es sencillamente subversivo.
Sé que a Salvador, a Pilar y a los otros padres que decidieron traer al mundo a sus hijos Down la vida les cambió de golpe. Pero también sé, porque me lo contaron, que después aprendieron a verlos crecer despacio: la cabeza pequeña, la mirada oriental, la naricita chata, la lengua gigante siempre estorbando entre los dientes y ese gesto entre tierno y serio, tan enigmático. Tardaron en entenderlo, pero hace ya tiempo que lo tienen claro. Como la madre de esa niña con nombre de flor de la que habla la autora de Feria en su artículo de El País.
Mirarles a la cara, ser cómplices en sus juegos, atenderles en los estudios, tenerlos sentados sobre las rodillas mientras pasa la tarde son sutiles gozos cotidianos aparentemente triviales o aburridos, pero a los que un niño con síndrome de Down les otorga la categoría de únicos. Porque un niño Down te despierta lo que tenías dormido, te permite sintonizar con los sentidos más delicados y escondidos, su risa es un sonajero que, al agitarse, ahuyenta a la mala gente. Conocí hace algunos años a Juanra, a Miguel, a Juanfran... cuando nos hicimos unas fotos para el calendario de la Asociación del Síndrome de Down. Se me quedaron grabados, en aquella sesión luminosa, la simpatía de Lucía y los nervios de Raúl. Me impresionó Miguelón, un bigardo con una planta imponente y un cromosoma de más. Y me enamoró Anita, una chiquilla preciosa con los ojos de almendra y la sonrisa de calabaza.
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