La Abuela y la Niña, ofrendas de fervor del pueblo torrecampeño
ROMERÍA
Santa Ana congrega a miles de romeros en su tradicional procesión por el Cerro Miguelico este domingo
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De entre todas las flores del campo, hay dos especies singulares que germinan con más brío cada nueva primavera. Su riego llega cada martes, una fina llovizna de oraciones que impulsa sus tallos con gallardía, y es en julio cuando mudan sus pétalos como quien cambia el color de su vestido. Son Santa Ana y la Virgen Niña, las flores de un jardín eterno que en el legado torrecampeño reúnen generaciones de devoción palpables en el íntimo ambiente a respirar en su ermita.
Sin embargo, esa intimidad casi congelada en el tiempo se rompía una vez más con la llegada de la más tradicional de las fiestas torrecampeñas. La romería es el baluarte de este pueblo, cuna de Valderrama, y fiel reflejo del carácter de sus vecinos. Cada primer domingo de mayo el Día de la Madre cobra un espectacular sentido en esta localidad, donde presumen de contar con dos madres y tres abuelas desde el momento que nacen. La Abuela de Jesús, Santa Ana, y la Virgen María, la niña que lleva en sus brazos, son las protectoras de Torredelcampo desde hace más de cinco siglos.
Con la mañana acompasada por los pasacalles romeros llegando al Cerro Miguelico, los Hermanos Mayores llegaban a la ermita en un particular desfile de volantes que ya supone un espectáculo para la vista. En el interior del templo, como el más preciado tesoro, Santa Ana y su hija permanecían flanqueadas por un nutrido grupo de anderos. A la altura de sus devotos, la Abuela ofrecía una sonrisa comedida, mientras la Niña presumía en su papel de auténtica reina del mundo. Incluso los volantes de su vestido son el remanente fiel de que hasta lo más mundano se torna divino en este pueblo.
Pasadas las nueve y media de la mañana y tras una breve oración, la comitiva partía desde la lonja de la ermita. En el arco repicaban las campanas con fuerza justo cuando las andas se elevaban a un cielo claro dispuesto a ofrecer una agradable brisa a los romeros. Y una vez ascendido el Llano y coronado el cerro, desde su tradicional ubicación en una pendiente, el altar de la misa de campaña se convertía en centro de las miradas para los peregrinos llegados desde todas partes.
Fue el vicario parroquial de la localidad, Joël Nsenkey, el encargado de presidir la eucaristía junto a Pedro José Martínez, párroco y capellán de la hermandad. La misa culminó con la entonación del himno a la patrona torrecampeña por parte del Coro Rociero Nuestra Señora de la Natividad, que terminó por despertar a los romeros más rezagados en acudir a este encuentro. Una vez concluido el acto religioso, la algarabía y las palmas se adueñaban de esta singular procesión que constituye todo un patrimonio de los sentidos para propios y forasteros.
En su camino hasta el paraje de La Erilla no faltaron las coplas y los cánticos populares a Santa Ana, transmitidas en un solo coro que despertaba la voz dormida de sus devotos. Su rojo manto paseó los verdes caminos hasta las inmediaciones del bosque de La Bañizuela, donde un año más recibía una incesante lluvia de pétalos a su llegada. También la banda municipal ponía de su parte para interpretar algunas de las canciones más emblemáticas de esta fiesta en unas partituras que a menudo se confundían con los cantos de la muchedumbre.
Ya de vuelta en el Llano el orden se volvía caos y el caos se tornaba en armonía. El Coro Romero Rosa de Abril ofrecía algunas de sus letras al paso de Santa Ana y la Virgen Niña, que empezaban a recoger el calor propio del mediodía. Con un cerro atestado de gente, los peregrinos de la Asociación Torre de la Peña acercaron su Simpecado hasta las andas para rezar una salve y poner el broche de oro a su camino, iniciado el viernes. Al mismo tiempo, los vivas se sucedían con la “Agurra de honor” que interpretaba en una curiosa danza el pueblo vasco de Barakaldo, con quien la cofradía mantiene una estrecha unión.
Llegado el momento de volver a la ermita, un río de romeros discurría alrededor de las andas. Volantes y sombreros se entremezclaban en un paisaje indómito para la vista, todo reunido en un cortejo que en su desorden cumplía con la máxima de esta romería. “Cuando Santa Ana bajó al llanete de la fuente se quedó maravillada al ver tantísima gente”, así recitaba una de las letras este momento de explosión para los sentidos. Hasta los pétalos llegados desde cualquier parte volaban queriendo acariciar el fino vestido de la Virgen Niña, que contemplaba a las multitudes prácticamente absorta.
Y una vez en la lonja de la ermita, el himno ponía fin al rosario de peticiones y favores recogidos por la Abuela en su paseo por el cerro. En el interior del templo, completamente abarrotado, el espacio transgredía la física para abrirse aún más a la llegada de los anderos. Los vivas volvieron a marcar la huella del tiempo en las gargantas de los romeros y las palmas cubrieron sus paredes de absoluta admiración hacia la devoción de sus mayores. Así, Torredelcampo bordaba con letras de oro una nueva romería, un encuentro con la memoria rescatada de su pasado.
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