El misterio del cadáver de la Catedral de Jaén: verdades y mitos
Crónica negra
Se cumplen dieciocho años del hallazgo del cuerpo sin vida de un vecino de la capital desnudo y cubierto por excrementos y plumas de paloma frente a la seo jiennense
El caso suscitó numerosas especulaciones sobre rituales satánicos y sociedades secretas, pero la investigación se cerró tras concluir que el fallecimiento había sido accidental
Psicofonías en Jaén: la cortijada en ruinas que atrae a amantes del misterio
Varios años atrás, frente al micrófono de un atril de metacrilato y aniversario, un veterano del periodismo jiennense carraspeó, miró a los ojos a varios compañeros del oficio sentados entre el público y, con voz aguardentosa, dijo en acto de servicio: “El mayor tesoro que tenemos es nuestra firma”. Al recordarlo, a uno le da por reflexionar sobre el prestigio, sobre el cuidado del estilo para cumplir con creces con el credo periodístico: la necesidad de resolver preguntas sin respuesta o, dicho de otro modo, de bautizar todo aquello herido de anonimato. Permitir lo opuesto es, cuando menos, blasfemo. Una estafa piramidal sin estafador. Un homicidio sin homicida. A qué apóstata se le ocurre.
El 11 de julio de 2006, en torno a las tres de la madrugada, una pareja encontró en la Plaza de Santa María de Jaén el cadáver de un hombre en extrañas circunstancias. La ausencia inicial de respuestas dio lugar a generosos ríos de tinta y a habladurías de toda índole en los mentideros de la capital y del resto de la provincia. Dieciocho años más tarde hay quien aún sigue refiriéndose al caso como el crimen de La Catedral, pero crimen, según la versión oficial, no hubo ninguno. Desde luego, no pudo demostrarse lo contrario. ¿Por qué, entonces, continúa considerándose apócrifo el relato de las autoridades y prefiriéndose la versión alternativa? Según H. P. Lovecraft, "la emoción más antigua y más fuerte de la humanidad es el miedo, y el miedo más antiguo y más fuerte es el miedo a lo desconocido". Acaso cabe encontrar aquí una clara semejanza entre el periodista y el lector, y es dogmática en cierto sentido. Uno desde la redacción y otro desde la calle, lo cierto es que a ambos les aterra no saber ponerle nombre a todas las cosas. He ahí el germen del recuerdo espurio.
Los hechos
Resulta complicado encontrar datos sobre cuánto marcaban los termómetros en Jaén durante las primeras horas de la madrugada del 11 de julio de 2006, pero es fácil imaginárselo. Por poner en cierto contexto, aquel año se registraron, como mínimo, dos picos históricos de temperatura máxima, siempre en torno a los 40 grados centígrados. Entre eso y la hora tardía, el entorno de la Catedral estaba tranquilo aquella noche, casi en hermético silencio: las circunstancias invitaban a tirar de refugio. Todo indicaba que las horas transcurrirían en calma hasta dar paso a otro caluroso amanecer y a la trágica monotonía jiennense. Pero una llamada lo cambió todo. El teléfono del 112 sonó a las tres y pico de la mañana en el Centro Coordinador de Emergencias. Una pareja que paseaba por la calle Campanas en dirección a la Catedral había oído unas voces algunos metros más adelante. Al llegar a la Plaza de Santa María, los dos jóvenes vieron cómo alguien se alejaba a paso ligero por una de las calles próximas al Ayuntamiento. Muy cerca, junto a la sede del Obispado jiennense y bajo la ya extinta arboleda de la plaza, yacía el cuerpo de un hombre que no respondía a ningún estímulo. Estaba desnudo, bocabajo, ensangrentado y cubierto por plumas y excrementos de paloma.
La Sala Operativa del 091, al recibir la alerta del 112, envió rápidamente un vehículo de la Policía Nacional al lugar referido por los dos jóvenes. Poco después se unieron agentes de la Policía Local y profesionales de los servicios sanitarios, que no tardaron en certificar la muerte del hombre: tenía un fuerte golpe en la parte posterior de la cabeza, además de otras heridas. Tras ello, se acotó el escenario del hallazgo. Los agentes de la Policía Judicial hicieron fotografías y tomaron las muestras necesarias antes de que el juez decretara el levantamiento del cadáver. De forma paralela se marcó un primer perímetro de investigación. Los agentes hallaron la ropa del hombre fallecido, que no estaba manchada de sangre a excepción de la camisa, a la que le faltaban varios botones. También había algunas pertenencias personales como un reloj y una cartera, que contenía algo de dinero y un DNI. Así fue como se le puso nombre al muerto: se llamaba Francisco de la Higuera Muñoz, tenía 59 años y era vecino de Peñamefécit.
El fantasma
Le decían Paco ‘Bodegas’, vivía solo, era alcohólico y sufría algún trastorno mental. De hecho, había estado internado recientemente en la Unidad de Salud Mental del Complejo Hospitalario de Jaén. En el entorno de la calle Arco del Consuelo le conocían de sobra por su condición de parroquiano en tascas como Casa Gorrión y La Catedral. En este último bar estuvo, de hecho, horas antes de su fallecimiento. Cerca de aquella medianoche, una persona llamó al 091 quejándose de que, en la calle, había un tipo armando jaleo, un hombre que resultó ser el propio Paco. Los agentes que atendieron el aviso comprobaron que iba pasado de copas y sin camisa. Una pareja distinta a la que posteriormente llamaría al 112 lo vio, efectivamente, tambaleándose y desnudo de cintura para arriba. La teoría de que Paco, aturdido por la borrachera y por el calor, hubiera perdido el equilibrio y, al caer, se hubiese dado en la cabeza el golpe que le provocó la muerte, cobraba fuerza para los investigadores, si bien todavía resultaba necesario dotar de explicación su desnudez y los excrementos aviares sobre su cadáver. La Policía llegó a registrar la casa del fallecido, pero no encontró nada extraño.
A la espera de contar con los resultados definitivos de la autopsia y de las pruebas recabadas, los investigadores tenían un primer hilo del que tirar para esclarecer los hechos. Las dos personas que habían encontrado el cuerpo de Paco habían visto a un hombre huir de la Plaza de Santa María segundos antes. Con ese testimonio era imposible determinar si el individuo aún sin identidad había tenido algo que ver con la muerte, fuera en el grado que fuese, si se había limitado a tirar los excrementos y las plumas de ave sobre el cuerpo o si simplemente pasaba por allí en el momento menos indicado, pero el mero hecho de tratarse de la única persona atisbada cerca del cadáver le convirtió en el objetivo número uno de las autoridades. Acaso conocía las respuestas a muchos de los interrogantes de los que partía la investigación.
Se localizaron todas las cámaras de seguridad de la zona y se visionaron sus grabaciones de forma concienzuda hasta que fue posible gritar eureka. Uno de los dispositivos había captado la noche de marras a un hombre de unos 30 años, moreno y con camisa de cuadros en las inmediaciones de la Catedral. Poco más podía sacarse en claro. La calidad de las imágenes era muy mala y no se distinguía ningún rasgo facial concreto del sujeto. La Policía probó suerte puerta por puerta con los fotogramas en la mano. Pero ni los vecinos, ni los dueños de los bares y de los negocios cercanos supieron identificar al hombre sin rostro. Fue un visto y no visto. Igual que un fantasma. Los agentes, en cualquier caso, no se rindieron e interrogaron a varias personas fichadas que encajaban con el difuso perfil del espectro noctámbulo. Se llegó a sospechar seriamente de un hombre que solía frecuentar la Plaza de Santa María y al que se había denunciado varias veces por alteraciones del orden. Él, sin embargo, negó toda implicación en la muerte, y aunque la Policía incluso registró su casa, no se pudo demostrar nada en su contra.
Cuando aún se estaba tratando de asumir que esta vía indagatoria no daba más de sí, lo cierto es que el caso, lejos de encaminarse hacia la luz, pareció retorcerse mucho más. De entre todos los vecinos interrogados, hubo una de una vivienda próxima a la Plaza de Santa María que dejó descolocados a los investigadores. Según afirmó, la noche en la que se encontró el cadáver de Paco le sobresaltó un grito que vino de la calle. Pero no fue el hecho de que alguien decidiera romper la mudez nocturna de forma brusca lo que le asustó, sino las palabras proferidas por el insomne indeterminado: “¡Ven aquí, Satanás, que soy tu hermano!”
Las teorías de la conspiración
El escritor estadounidense Dan Brown publicó El Código da Vinci en 2003. La novela, gran parte de cuya trama se desarrolla durante una sola noche, cuenta los intentos del Opus Dei por impedir que salga a la luz un secreto acerca del papel de María Magdalena en el origen del cristianismo que, de hacerse público, haría tambalear los cimientos de la Iglesia. El atractivo de la historia se nutre de persecuciones de infarto, acertijos y sociedades secretas: ingredientes para una tormenta perfecta. La obra no tardó en convertirse en un best seller, como muchos recordarán hoy. Se tradujo a 44 idiomas y se vendieron casi 80 millones ejemplares en todo el mundo. Su repercusión internacional se multiplicó tres años después, cuando, en mayo de 2006, se estrenó su adaptación cinematográfica, dirigida por Ron Howard y protagonizada por dos estrellas del celuloide como Tom Hanks y Audrey Tautou. La cinta -era cuestión de tiempo- suscitó una fuerte polémica en la Iglesia católica.
Tanto el libro como el filme comienzan narrando un asesinato: el del conservador del Museo del Louvre, Jacques Sauniére, a manos de un imponente monje albino. Antes de morir, la víctima se desnuda por completo y se tumba en el suelo imitando la postura del Hombre de Vitruvio de Leonardo da Vinci. La carencia de respuestas en torno a la muerte de Francisco de la Higuera en Jaén, unida al testimonio sobre el grito satánico en mitad de la noche, a los excrementos y plumas de paloma que había sobre el cuerpo y al hecho de que el cadáver yaciera sin ropa, animó a los conspiranoicos a salir de su cueva. No fueron pocos los que, menos de dos meses después del estreno de El Código da Vinci y en pleno boom mediático de la película, empezaron a sostener una tesis inquietante: el fantasma grabado por la cámara de seguridad no sólo había acabado con la vida de Paco -por su cuenta o acompañado-, sino que pertenecía a una sociedad secreta -o, aún peor, a una secta que adoraba al diablo- y había seguido un estricto ritual para consumar el crimen.
Ya lo escribió Bécquer en El monte de las ánimas: “Una vez aguijoneada, la imaginación es un caballo que se desboca y al que no sirve tirarle de la rienda”. Aunque la Policía Nacional cada vez tenía más claro que Paco había muerto de forma accidental, nadie en Jaén se creía o se quería creer esa versión. A alimentar las teorías de la conspiración contribuyó la difusión de detalles falsos sobre el hallazgo del cadáver, en ocasiones condicionados por la novela de Dan Brown. El escritor describió así el escenario del asesinato del conservador del Louvre:
“Se había quitado toda la ropa y la había doblado con esmero, dejándola en el suelo. Se había tendido boca arriba en el centro de la espaciosa galería, perfectamente alineado longitudinalmente. Sus brazos y piernas estaban totalmente extendidos, como los de un niño jugando a ser pájaro, o mejor, como los de un hombre al que una fuerza invisible estuviera a punto de descuartizar.
[…]
El dedo índice de su mano izquierda también estaba ensangrentado, según parecía, porque lo había ido mojando en la herida para crear el entorno más perturbador de su macabro lecho de muerte: usando su propia sangre a modo de tinta, y su abdomen desnudo como lienzo, Sauniére había dibujado un sencillo símbolo sobre su piel; cinco líneas rectas que, a base de intersecciones, formaban una estrella de cinco puntas.
«El pentáculo»”.
De Francisco de la Higuera se llegó a contar, en primera instancia, que su cuerpo se había encontrado, igual que el del ficticio Sauniére, dispuesto como el del Hombre de Vitruvio. Nada más lejos de la realidad, sin embargo: no sólo estaba bocabajo, sino que también tenía las piernas juntas y los brazos, hacia atrás y pegados al cuerpo. Tampoco era cierto que su ropa se encontrara pulcramente doblada junto a él, como se dijo para emplearlo como evidencia de que se había seguido un ritual macabro para matarlo: las prendas estaban tiradas de aquella manera. Los defensores de la versión ocultista también sostenían que el rastro de sangre que había junto al cadáver era señal inequívoca de que alguien lo había desplazado con algún fin misterioso. La pièce de résistance eran las heces y las plumas de paloma, un símbolo claramente ceremonial para quienes preferían la interpretación demoniaca de los hechos.
Hubo otra tesis con la cual se intentó vincular el supuesto crimen con la Hermandad del Gorrión -o La Gorrionera-, una supuesta sociedad secreta que tendría su origen en la citada taberna Casa Gorrión -de ahí su nombre- y cuyos miembros serían capaces de dominar el lenguaje de las aves. El argumentario de quienes sostenían esta teoría se basaba en varias claves. Se afirmó que el punto en el que se encontró el cadáver de Paco no era casual, sino que habían colocado el cuerpo de tal forma que su cabeza quedara enfocada directamente hacia la portada norte de la Catedral, en la que se aprecia, entre otras, la figura del Rey Salomón, aquel que, según la leyenda, plasmó en una tabla todo el conocimiento del universo, la fórmula de la Creación y el nombre verdadero de Dios -el Shem ha-meforash- usando lenguaje cabalístico. De acuerdo al mito, quien sea capaz de descifrar el código obtendrá el conocimiento absoluto sobre el funcionamiento del mundo y, por ende, la clave para dominarlo. La Mesa de Salomón es una de las reliquias sagradas más buscadas de la historia -aunque no a la altura del Santo Grial- y ha inspirado numerosas obras cinematográficas y literarias -que se lo digan, si no, al paisano Juan Eslava Galán-. Se habla de que hubo un tiempo en el que este presunto objeto de poder estuvo custodiado en la Catedral de Jaén, pero no es esta vinculación del Rey Salomón con la provincia la que concurre en el caso del fallecimiento de Francisco de la Higuera en 2006.
El quid de la cuestión reside en que, de acuerdo a otra leyenda, el bíblico monarca de la tierra prometida de Israel poseía un anillo que le permitía hablar con los animales, incluidos, por supuesto, los pájaros. En este mito reside el germen de la Hermandad del Gorrión, cuyos miembros serían adoradores de Salomón. Quienes defendían la teoría de la existencia de esta sociedad secreta aseguraban, de hecho, que el primer centro de reuniones de la organización, donde hoy se encuentra la taberna Casa Gorrión, se halla en línea recta respecto a la figura de Salomón de la fachada norte de la seo jiennense. En definitiva, algunos conspiranoicos opinaban que fueron integrantes de La Gorrionera los que mataron a Paco y que firmaron el asesinato por partida doble: orientando el cadáver hacia la escultura del Rey Salomón y esparciendo los excrementos y las plumas de paloma en claro guiño a su identidad aviar.
Pero, por muy atractiva que suene, la verdad es que esta tesis cojea por tres motivos. En primer lugar, la cabeza del cadáver no estaba dirigida hacia la figura del Rey Salomón. En segundo, la escultura no mira en línea recta hacia Casa Gorrión: la taberna, si bien sí está situada unos 120 metros más adelante, se encuentra ligeramente a la izquierda de donde apuntan los ojos estériles del monarca. En tercero, prácticamente al día siguiente del descubrimiento del cuerpo sin vida, la Policía Nacional supo de dónde venían las heces y las plumas: el dueño de un comercio textil cercano a la Plaza de Santa María acudió a la Comisaría y explicó a los agentes que, el 10 de julio por la mañana, un empleado suyo había estado limpiando de palomina el tejado y el patio interior del local y había dejado la bolsa de basura fuera, en la puerta.
La versión oficial
La Policía Nacional tiene un manido recurso al que acude en sus primeras declaraciones a la prensa por una investigación de enjundia: “Todas las hipótesis se mantienen abiertas”. El caso de la muerte de Francisco de la Higuera no fue ajeno a ello. No obstante, desde el primer momento los agentes rechazaron cualquier versión sensacionalista de los hechos. Las evidencias, además, reforzaban su postura: el fallecimiento del vecino de Peñamefécit se habría producido de forma accidental.
La piedra angular de ese planteamiento era la autopsia. Los forenses determinaron que Paco falleció por las lesiones sufridas a raíz de un fuerte golpe en la cabeza. “Compatible con esta herida en la zona temporal izquierda hay una gran hemorragia interna y fractura de cráneo que no ha sido provocada externamente con ningún objeto, toda vez que el cuero cabelludo no está afectado”, rezaba el informe. Además, el cadáver no presentaba señales de defensa. Los expertos concluyeron que el cúmulo de estos y otros detalles se correspondían con una caída, posiblemente fruto de la gran ingesta previa de alcohol. Además, se apuntó que el fallecimiento no fue inmediato, por lo que, durante su agonía, el hombre pudo haberse desplazado unos centímetros por el suelo: así se explicaba el rastro de sangre junto al cuerpo. El calor, la embriaguez y los testimonios de la gente que aseguraba haberlo visto sin camisa esa misma noche servían para sentenciar que él mismo era el que, antes de caer, se había desprovisto de toda su ropa. O casi: cabe recordar que las prendas no tenían sangre a excepción de la camisa, es decir, que la llevaba puesta cuando se hirió.
La explicación sobre el origen de la palomina fue, por otro lado, clave para descartar cualquier señal de premeditación. Lo que decía la Policía era que, si alguien hubiera querido cometer un crimen ritual, lo normal era que lo tuviese todo planificado de antemano, que hubiese preparado los excrementos y las plumas para llevarlos consigo antes de consumar el delito y tirarlos encima del cadáver de su víctima. Pero ¿cómo podía saber que el empleado de la tienda textil iba a limpiar esa misma mañana el local y a dejar la basura en la puerta del negocio?
Ahora bien, la ausencia de deliberación no excluía la posibilidad de que hubiera una segunda persona implicada en los hechos -hay que recordar al fantasma, el hombre al que se vio huyendo de la Plaza de Santa María que fue captado por una cámara de seguridad y al que fue imposible identificar-. Aunque se barajó la tesis de un homicidio imprudente, quizás como consecuencia de una pelea en la que Paco, borracho, perdió el equilibrio y se golpeó en la cabeza, lo cierto es que no se encontraron pruebas -como huellas- que la apoyaran. Además, la opción de que el hombre fuese atacado por un ladrón estaba descartada porque en su cartera había dinero.
También quedaba por saber quién había esparcido las heces y las plumas aviares sobre el cuerpo. Para los agentes, era probable que ello ni siquiera estuviera conectado de forma directa con las circunstancias de la muerte. Quizás alguien vio a Paco tendido en el suelo y, sin saber que estaba muerto, decidió reírse de él de esa forma tras encontrar, cerca, la bolsa con la palomina. Al parecer, los numerosos interrogatorios condujeron a la Policía hasta una persona que afirmó haber sido quien, tras toparse con el hombre aparentemente inconsciente, le quitó la ropa para tratar de reanimarlo. Al no conseguirlo, decidió disimular su desnudez con lo primero que pilló: los excrementos y las plumas que había en la bolsa de basura. Luego se fue a paso ligero. Si se trataba de la misma persona que la pareja vio huyendo, es imposible saberlo.
Sea como fuere, la muerte quedó definitivamente catalogada como accidental y la Policía Nacional cerró el caso. Una caída y un golpe en mal sitio. Nada más. Ni crimen ritual, ni invocación al demonio, ni ofrenda al Rey Salomón, ni encapuchados de una hermandad secreta recorriendo el casco histórico de Jaén protegidos por las tinieblas. Todo aquello quedó reducido a mera palabrería, una clara muestra de que hay múltiples formas de nombrar la nada. El miedo llamando al miedo por simple instinto homeopático.
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