José María Mariscal, el talante y la sencillez de un cofrade con solera
SOCIEDAD

Jaén/A veces, la vida se nos enluta sin darnos cuenta, se nos llena de silencios irremplazables y nos ahoga los afectos. Son los golpes de la muerte no presentida, del dolor inesperado, de la angustia por lo ausente, del adiós definitivo.
A veces, buscamos explicaciones a lo que no tiene, rebuscamos entre los entresijos del alma un atisbo de esperanza de retornar lo irretornable y de revivir lo vivido.
Todas estas sensaciones se agolpan cuando un amigo se nos va sin esperarlo, se nos castran las vivencias para dejarnos desnudos tan solo con los recuerdos y se nos envenena hasta la fe que nos sustenta.
Hace unos días se nos fue José María Mariscal Muñoz, cofrade de solera, hombre de bien, padre amoroso y esposo fiel. Persona conocida en el ámbito cofrade jaenero donde atesoraba un currículum envidiable, enlutado penitente de la Hermandad Nazarena de Jaén, de la que fue su Hermano Mayor sin desatinos y con la pulcritud que da una fe inquebrantable a Jesús de los Descalzos.
Pero con ser importante su bagaje pasionista, aún lo fue más su talante personal que llegó a alcanzar tintes superlativos entre los que tuvimos la fortuna de compartir este recorrido efímero que es la vida.
José María fue prudente ante todo, generoso y paciente, vestía la tolerancia como primera prenda y la sencillez dibujó su vida como un retrato inmortal. Apenas tenía un no para nadie, porque la encontró una palabra vacía, entregando lo poco o mucho que tenía, sin alardes, y con el silencio que exige la caridad bien entendida.
Sencillo y cercano en el trato, buscó con ahínco la felicidad de aquellos a quien amaba sin tapujos, a sus hijos, esposa, nietos y amigos, derramando, mansamente sobre ellos, la dulzura del cariño que era su mayor fortuna.
De humor fino y elegante, José María brindó con la vida mientras pudo, no escatimando ni una sola sonrisa, pese a la pena que lo acompañó al atardecer de la suya, regalando alegría aunque lo comiera el sufrimiento.
Discreto como nadie, nunca fue amigo de halagos, pese a que todos eran merecidos, abundando siempre en sus conversaciones en que si alguna vez hizo algo destacable, sólo buscaba el bien común y nunca el esplendor personal.
Fue el ejemplo de vida para muchos de los que tuvimos la gran suerte de compartir con él tantos momentos inolvidables, transmitiéndonos la importancia del trabajo en equipo, la solidaridad, el cariño, el respeto y la lealtad.
Amó hasta el último aliento de su vida a sus dos grandes pasiones: Dios y la familia, a quienes encomendó sus cuidados del cuerpo y del alma. Y debió ser el mismo Jesús quien hiciera sentir en él la necesidad de recibirlo en forma de “pan de vida” cuando, sin saberlo, estaba próximo a entregar su existencia.
José María fue y será una persona inolvidable, un ángel a quien el mismo Dios escondió sus alas para que nadie pudiera reconocerlo. Su recuerdo será, para siempre, un soplo de esperanza para los que seguimos transitando la vida, porque su perfil humano trascendió, con mucho, al cofrade del que tanto se ha hablado de manera merecida.
Este Viernes Santo próximo, quedará Jaén y el Nazareno huérfanos de su sonrisa, y más enlutado por su ausencia, pero sabremos, con certeza, que su espíritu perfumará la túnica cárdena de Jesús cuando camine, lentamente, por los cantones antiguos de esta ciudad que lo vio nacer y morir.
Hasta siempre, mi querido amigo.
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