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QUE el compromiso con la financiación singular a Cataluña condiciona las relaciones financieras con el resto es incuestionable a estas alturas. Los dos requisitos que ha de satisfacer el nuevo sistema de financiación autonómica que necesita articular el Gobierno son, por un lado, atender la demanda de singularidad catalana, que incluye la creación de una agencia tributaria propia encargada de recaudar todos los tributos que se pagan en esa comunidad, y el establecimiento de un mecanismo de compensación similar al cupo vasco o la aportación navarra. Por otro lado, conseguir que el resto de comunidades del régimen común esté de acuerdo.
El problema con el segundo de los requisitos es que todas las autonomías conocen el proverbio de que si alguien recibe un privilegio, otro(s) resulta(n) perjudicado(s), aunque la casuística del perjuicio puede ser diferente en cada caso. La estrategia del Gobierno para resolver el problema es la compra de voluntades y el chantaje político. Para lo primero está dispuesto a movilizar una ingente cantidad de fondos, de forma que todas las comunidades puedan disponer de una cantidad de recursos notablemente mayor que en cualquier etapa anterior. Podrán, de esta forma, mejorar la cantidad y calidad de los servicios públicos al ciudadano, es decir, ampliar el sistema de bienestar del que todos nos podemos beneficiar, aunque para ello haya que volver a endeudarse y/o pagar más impuestos.
Este es el primer bastión del chantaje. Negarse a aceptar la oferta del Gobierno significa anteponer el interés político, es decir, el del partido, al general y esto tiene una difícil explicación, pero hay más. Puesto que la perspectiva de una mejora generalizada del sistema de bienestar se financia con los fondos adicionales asignados a cada autonomía, es decir, formando parte de la política redistributiva del Estado, la propuesta incorpora una mejora sustancial del sistema de solidaridad. Andalucía sería, sin lugar a dudas, uno de los territorios más beneficiados, puesto que la presión fiscal (no el esfuerzo fiscal) que soportan los andaluces es inferior a la media. ¿Dónde está entonces la trampa? En el mismo lugar que en las últimas cuatro décadas, pero veamos con más detalle la sutileza del mecanismo.
La construcción del sistema de bienestar que se inicia con la democracia y el estado de las autonomías ha conseguido homogeneizar la prestación de servicios públicos en los diferentes territorios, pero no se han reducido la diferencias en capacidad de producción y de generación de riqueza, mientras que se han ampliado las del desempleo. La explicación se encuentra en el potente mecanismo de subsidios y transferencias de rentas desde las regiones más prósperas a las más desfavorecidas, que han permitido a estas últimas recortar la diferencia en salarios reales y retener a la población desempleada en sus lugares de origen, acabando con el drama de la emigración durante el franquismo. Lo que no se ha conseguido corregir son las diferencias en PIB por habitante y en productividad, que son los determinantes de la estructura de los desequilibrios territoriales, que han condenado a Andalucía a permanecer todo el tiempo en las posiciones más atrasadas de la jerarquía regional.
El mecanismo que ayuda a entender la persistencia de los desequilibrios regionales es sencillo. Los subsidios y las transferencias de rentas permiten generar bienestar en las regiones receptoras, pero no reducen las diferencias en PIB por persona, en empleo y productividad (de hecho producen el efecto contrario). Si se me permite la alegoría, el fracaso del sistema autonómico es que se levanta sobre un sistema de transferencias de ricos a pobres, que no consigue sacar a estos de la pobreza, pero que hace a los ricos cada vez más ricos. En otras palabras, la solidaridad está muy bien para mejorar el nivel de vida de los más pobres, pero sería un grave error la dependencia permanente de la misma.
El modelo de bienestar andaluz es dependiente de rentas que se generan en el exterior, incluidas las que vienen de Europa, y por tanto vulnerable ante restricciones financieras coyunturales, como las sobrevenidas durante la crisis de 2008. El flanco más débil del bienestar que disfrutamos los andaluces es que consume un volumen de recursos financieros superior al que puede generar nuestra economía, lo que supone una amenaza a la sostenibilidad a medio y largo plazo del sistema.
El problema, tanto del modelo actual de financiación autonómica como de los anteriores, es que obliga a las comunidades económicamente más atrasadas, es decir, con menor capacidad de generación de recursos, a elegir entre objetivos excluyentes a corto y largo plazo. La preferencia por el corto plazo implica asegurar el actual sistema de bienestar mediante subsidios y transferencias de rentas, sacrificando la búsqueda de la convergencia en PIB, empleo y productividad, que permitirían pensar en abandonar el atraso permanente y la dependencia externa. La preferencia por el largo plazo sería justamente lo contrario. Se trata de un dilema de elección que no se planta en las regiones más desarrolladas, interesadas en financiar el sistema porque permite mantener el statu quo en PIB por habitante y empleo, cuyo requisito básico es mantener las ventajas competitivas basadas en productividad.
Lo que plantea la propuesta del Gobierno sobre una mayor cantidad de recursos para Andalucía (desconocemos si de carácter puntual o encajada en el futuro sistema de financiación autonómica) es insistir en la formula-trampa del pasado. Subvenciones y transferencias que permiten comprar las voluntades de quienes se benefician de un sistema de bienestar que no pueden financiar, pero que favorece la concentración de la capacidad de generación de riqueza y empleo en las regiones más ricas. Esta es la principal razón por la que Andalucía no puede volver a caer en la trampa del mecanismo que la condena al conformismo con el atraso y el desempleo, aunque cada vez es más evidente que el problema de fondo no es tanto el modelo de financiación autonómico, como la revisión del propio modelo de Estado.
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