Fernando Faces
Perspectivas económicas: España 2025
Análisis
"El cambio climático mata” afirmó el presidente del Gobierno en el Congreso, en la sesión dedicada a explicar la actuación del Gobierno tras la catástrofe de Valencia. Pocos días después, lo reafirmó en Bakú (Azerbaiyán), sede de la 29 Conferencia de las Naciones Unidas sobre el Cambio Climático, más conocida como COP29.
Está bien esto de tener una causa culpable de una tragedia meteorológica. Aunque el fenómeno se viene registrando desde hace siglos, tal parece que antes era sólo la propia naturaleza la que lo causaba y ahora es consecuencia de la acción humana que ha conducido a que la temperatura del agua en el Mediterráneo sea más elevada de lo normal en el otoño. Lamentablemente, no podemos saber si también lo era en los momentos en los que, siglos atrás, se produjeron fenómenos similares, perfectamente constatados en los registros históricos.
Dada esa afirmación, cualquiera podría preguntarse si es que el asesino fue descubierto de repente, justo antes de la sesión parlamentaria, o que ya estaba identificado, pero no se había hecho gran cosa para proteger a los ciudadanos amenazados. Me temo que estuvimos en esto último, no sólo por la manifiesta torpeza de los gobiernos regional y nacional en su actuación, sino porque en ese territorio las barrancadas son cualquier cosa menos una novedad, y solo las obras hidráulicas pueden evitar o atenuar sus consecuencias; además, claro está, de evitar la edificación en zonas inundables.
La pega es que ahora estamos en eso de que las obras hidráulicas son contrarias a una naturaleza idealizada que, en realidad, nunca ha existido, y, por eso, hay renuencia a emprenderlas. Menos mal que el nuevo cauce del Turia fue construido antes de que tuviésemos noticia del cambio climático. Si no, quizá no hubiese podido hacerse.
No hay ninguna duda de que estamos en un período en el que se están produciendo cambios en el clima y de que la temperatura se está elevando. Esto es un hecho observable y, por tanto, no cabe discusión al respecto.
Pero de ahí a aceptar que la causa principalísima sean las emisiones de gases de efecto invernadero derivadas del empleo de combustibles fósiles hay una gran distancia y no poca discrepancia entre científicos. No existe el consenso al que aluden con frecuencia las autoridades y los alarmistas, y, de hecho, son cada vez más frecuentes y fundamentadas las manifestaciones de disenso a este respecto.
¿Qué se puede hacer para que no prenda la duda en el ánimo de los creyentes? ¿Cómo impedir que el santo temor al calentamiento se enfríe? Pues lo de siempre, utilizar la acreditada solución de reforzar el dogma y perseguir a los herejes.
Nada mejor que un concilio anual, las COP, y denostar la discrepancia cada vez que haya ocasión. Los heréticos tienen nombre: negacionistas, y los que aceptan la mayor, pero proponen vías alternativas también lo tienen: son los retardatarios.
De esta última forma calificó una nueva autoridad europea a quienes proponen el empleo de energía nuclear o la producción de combustibles sintéticos para seguir fabricando vehículos térmicos. Menos mal que ahora ha tenido que abjurar de sus creencias sobre energía para conseguir el ascenso.
Hemos emprendido el camino de electrificar la economía con el objetivo de que el aumento de la temperatura global no supere un determinado límite al final de este siglo y poco menos que vivimos angustiados ante las noticias de “rápido aumento” que se divulgan con frecuencia.
Sin embargo, no parece que se le esté dedicando la misma atención a qué podría hacerse para adaptarnos al cambio climático. Dicho en otras palabras, aunque la economía española ya estuviese 100% electrificada o hubiésemos alcanzado cero emisiones netas, el fenómeno torrencial de Valencia se habría producido más o menos igual y sus consecuencias serían inevitables salvo que se hubiesen hecho las obras hidráulicas correspondientes. Quizá haya que llamarlas “obras hidráulicas de adaptación al cambio climático”, para ver si así cuela y no se impiden por razones carentes de fundamento.
La realidad, lamento decirlo, es que estamos muy lejos de conseguir lo que se pretende en cuanto al abandono de los combustibles fósiles y la reducción de emisiones. Quizá por eso se reafirma el dogma de vez en cuando y se proponen nuevas formas de actuar; por ejemplo, una mayor imposición al uso de combustibles fósiles. Algunos datos permiten resumir la situación actual en el mundo: el 81,5% de la energía consumida en el mundo es de origen fósil; el 30% de la generación eléctrica procede de fuentes renovables (incluida la hidráulica), y el 10% de la humanidad carece de acceso a la energía eléctrica.
En cuanto a las emisiones, basta señalar que desde 2017 (ratificación del Acuerdo de París) a 2022, el aumento de las de China fue un 30% mayor que la disminución acumulada por los países que lograron reducirlas (42 en total).
No obstante, no solo asistimos a la dificultad de alcanzar un objetivo ambiciosísimo, sino también a un problema moral muy serio. Queremos obligar a que la parte de la humanidad que no se benefició de las ventajas de los combustibles fósiles tenga que renunciar a ellas, porque los occidentales, que hemos sido los grandes beneficiarios, hemos decidido que son inconvenientes.
No vale decir, como un presidente ha dicho en Bakú, que el esfuerzo tienen que hacerlo todos los países y no sólo unos pocos. La pena es que nadie le haya respondido algo así como: “De acuerdo, reduzcan ustedes su consumo de energía por habitante a nuestro nivel, y a partir de ahí empezamos a hablar”.
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