El parqué
Jaime Sicilia
Jornada de caídas
Una gota fría devastadora
Paiporta/"Ahí al lado tienes el barranco, el hijo de la gran puta”, me dice un hombre apoyado en una pala, reventado de cansancio del viaje al fondo de la tierra que supone cada momento que pasa en su sótano anegado. Sonríe: “¿Quieres un rato la pala?”
El barranco del Poyo es una hondonada grandísima, no es un pequeño cauce. Los muros y los puentes que comunican las dos Paiportas, la nueva y la vieja, están fácilmente a más de 15 mertros de altura. Todo eso lo superó el agua.
Paiporta creció junto al barranco desde que Jaime I conquistó el reino de Valencia y, desde siempre, la gente de la huerta se acomodó en su orilla izquierda, mientras que a la derecha estaba el convento y los eclesiásticos. Hoy, a la derecha, se encuentra la Paiporta de edificios altos, el dormitorio de Valencia, muy tocada por la riada, y, a la izquierda, la Paiporta de casitas bajas, destrozada por la riada.
El salto del torrente segó vidas en estas casitas bajas. Lo cuenta una policía nacional de Almería que ha aprovechado su permiso para venir a ayudar a su familia política, que vive en este barrio. Una de esas familiares, “una mujer mayor”, murió ahogada en el bajo de su vivienda sin que nadie pudiera ayudarla. Duele pensar en ella, sola, y en ese momento en el que sube y sube el agua y no hay refugio.
María Luisa, otra vecina de este barrio hoy salpicado de escombros, cuenta que murió su vecino de enfrente, otro hombre mayor, octogenario. “Sacaron a su mujer, una mujer encantadora, pero cuando iban a volver a por él el agua ya estaba por encima de los dos metros. Otra vecina se salvó aferrándose a lo alto de la puerta. Pedía que la ayudáramos, pero nadie podía hacerlo. Esa noche nadie pudo hacer nada”.
El centro de Paiporta no se parece en nada al resto de los pueblos afectados por la crecida. Aquí el cataclismo ha llegado para quedarse. En la mayor parte de sus calles el lodo cubre los tobillos. Hay que andar con sumo cuidado porque puede haber arquetas abiertas que están ocultas bajo el lodo marrón, el color que lo cubre todo, el color que gobierna este pueblo en coalición con un picante olor a corrupción que te impregna de suciedad.
Millares de voluntarios se vacían en una tarea imposible, de pura impotencia. Todo lo que limpian se ensucia de nuevo, los rastrillos no sirven de nada contra la tiranía del barro y las palas lo que hacen es amontonar cada vez más lodo que cada vez es más seco y más difícil de retirar. El alcantarillado ya no traga más, las máquinas pesadas se mueven con dificultad por sus estrechas calles, por donde se transita en diminutos pasillos construidos entre los restos. Los militares pidieron a los bomberos que no vinieran a desaguar los aparcamientos. Las calles ya no pueden con más agua. Ayer sábado también se impidió a los voluntarios el acceso. Los vecinos les agradecen en cada pared su presencia. Gracias a ellos no se han sentido solos, han repartido comida y productos de limpieza. Han sido heroicos, pero ahora, en realidad, no pueden hacer más.
Es imposible calibrar cuándo el centro de Paiporta recuperará algo parecido al aspecto de un pueblo. Es seguro que no será en semanas, quizá tarde meses. La tarea es titánica, reconoce uno de los militares de la brigada Extremadura desplegado en este tremebundo desastre. “Quién sabe. Aquí nadie ha visto nada parecido a esto. El agua se lo ha tragado todo”.
En varias casas se anuncia en los rudimentarios carteles de los que está lleno el pueblo la prohibición de entrar en su interior por peligro de derrumbe, en otras se ofrece terapia y en muchas viviendas la electricidad aún no ha llegado o, si ha llegado, ya se fue. Hay calles que siguen taponadas por las montoneras de coches.
Porque ahora mismo el siglo XXI ha desaparecido de Paiporta. El hijo de la gran puta del barranco, el barranco que durante siglos regó su huerta, ese que había convivido con ellos desde los tiempos de Jaime I, se lanzó sobre sus vecinos como nunca lo había hecho y mató a 70 de ellos. En Wikipedia la gota fría de 2024 ya aparece como un acontecimiento que se recordará durante siglos si la furia del clima de otoño en este lugar donde siempre llueve mal, tan cerca de un Mediterráneo hirviente, lo permite.
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