El parqué
Jaime Sicilia
Jornada de caídas
Una gota fría devastadora
Catarroja/“Ninguna cosa es imposible para Dios”, se puede leer aún en una pancarta que anuncia catequesis en la parroquia del Pilar, situada en la frontera entre las poblaciones de Albal y Catarroja, donde, de momento, se han contabilizado más de una veintena de víctimas. En su interior, más de una semana después de que el torrente de un barranco seco casi todo el año se les viniera encima, decenas de jóvenes con camisetas en las que se lee Oramos por ti han creado una cadena para achicar el agua y el barro del interior.
A su alrededor, la devastación. Hay montañas de restos por todos lados. Basura orgánica que se mezcla con mobiliario inservible y con la vegetación seca que se enseñoreaba en el lecho del cauce y que fue arrastrada por la crecida. Se esconden en esas gigantescas montoneras pequeños detalles de rutinas diarias, como menaje de cocina, marcos de retratos sin retrato o pantallas de televisión hechas añicos, y de hobbies puntuales como una guitarra eléctrica, una raqueta de pádel o una bicicleta estática. Todo lo que ya no existe. Ni la rutina ni los hobbies.
Más arriba, en Massanassa, separada de Catarroja sólo por el maltrecho puente que supera el barranco del Poyo, el desencadenante de la tragedia y por el que aún fluye lo que parece un inocente hilo de agua, se mezclan voluntarios de todas partes de España armados con rastrillos y palas sin saber muy bien dónde acudir. Uno de ellos es Enrique, de Málaga, que acompañado de un grupo de amigas empuja un carro cargado de botellas de lejía. Las van ofreciendo por el pueblo. “Hay mucha desorganización. No se está contando lo que sucede aquí. Al ejército apenas se le ve. Nadie nos dice qué tenemos que hacer. Así que buscamos quién puede necesitar nuestra ayuda por las casas. Sobre todo gente mayor, sabes, que muchos viven en bajos”.
En uno de esos bajos hay una cuadrilla de voluntarios de mediana edad compuesta por gente de los alrededores con mejor suerte, Valencia o Requena, que estando muy cerca apenas sufrieron la furia del barranco que recuperó la madre de su cauce por unas horas. En esa madre, propiedad del agua y a la que el agua regresará, se han construido centenares de viviendas en el último medio siglo. “Todo lo que cuentan es mentira”, me dice enfurecido uno de ellos que lleva una chapa con un símbolo de la Agenda 2030 con una calavera en el centro del círculo. “¿No seréis de El País, El Mundo o el ABC? Que a esos no los queremos aquí”. “No, no. Venimos de Andalucía”. “Esto, esto –dice señalándose la chapa–, es la culpable de lo que ha pasado. No el cambio climático ni nada de eso. Esto”. “¿Quién, la Agenda 2030?” “Sí. Porque aquí hay miles de muertos y nos los están escondiendo. En toda la calle, en ésta, la de allí, todos te hablan de gente que aún está en su casa con los cadáveres. Alguien tiene que pagar por esto”. Curiosamente, es este hombre el que concluye que “hay mucha desinformación”.
Un vecino cuya casa hace esquina, justo al lado del barranco, muestra menos ira, resignado ante todo lo que ha perdido. “Fue de un momento a otro. Salí a dar un paseo a la seis y vi que el barranco venía fuerte, pero mira, el muro del barranco tiene lo menos ocho o nueve metros. A las seis y media, cuando me metí en casa, ya había crecido hasta el borde. Y a las siete ya se había desbordado”. Lo que me explica, en datos, es brutal. A las doce la mañana el medidor que la Conferencia Hidrográfica del Júcar detectó un nivel de 200 centímetros cúbicos por metro, 50 más de lo que se considera nivel de peligro. Cuando el torrente pasó por la casa de este vecino la medición señalaba más de 2.000 centímetros cúbicos. Una ola parecida a un tsunami. “Todo pasó en poquísimo tiempo. Aquí afortunadamente la mayor parte de las casas tienen segundo piso y nos refugiamos porque lo vimos, pero en otros sitios no lo pudieron ver y se les vino encima sin saber de dónde”.
Por la calle principal de Catarroja, la avenida Ramón y Cajal, que une Massanassa con Albal, se mezclan policías locales de toda la geografía. Un anciano pregunta cómo llegar a La Fe, uno de los hospitales del cinturón de Valencia, a unos agentes, que se encogen de hombros. “Ni idea. Somos de Sevilla”. Son tres policías locales a los que se les ha asignado dirigir el tráfico. Ellos esperaban una tarea algo más embarrada, pero lo asumen porque han venido a ayudar y si con eso ayudan…
A lo largo de la avenida, intransitable en las aceras por las montañas de enseres y enlodada en la calzada por el desagüe de los aparcamientos subterráneos, me encontraré con agentes de Huesca, Madrid o incluso de la policía aérea de San Javier, que muestran sus disculpas cuando no pueden indicar dónde cae tal sitio o tal otro a los voluntarios, también llegados de todas partes y que suplican una tarea.
A este escenario de confusión y apocalipsis llegaron el domingo 3 de noviembre, cinco días después de la avalancha, los bomberos forestales andaluces del Infoca con 120 bomberos, doce autobombas y 27 vehículos de retenes. Carlos Revilla, ingeniero de montes como los demás, lo hizo desde Córdoba. Con él recorremos el trabajo de limpieza que han realizado en Albal, lo que se conoce como el sector 7 de la zona 2, en los últimos días. Hasta que ellos llegaron ni un solo profesional experto en emergencias había pisado esta localidad. “Nos recibieron como quien recibe a un salvador”.
Días antes habían llegado de Andalucía tres helicópteros con 50 bomberos. Tomaron tierra y solicitaron instrucciones. No obtuvieron respuesta. El sistema de emergencias había colapsado. No podían hacer nada. Regresaron. Durante la crecida, el 112, un órgano que lleva una subcontrata de la Generalitat, recibió 25.000 llamadas y sólo había veinte personas para atenderlas. Todo falló. Revilla comprende que desde fuera no se entienda lo que ha sucedido, pero tiene una explicación.
En el inicio de una catástrofe se produce el caos organizativo, un estado de shock"
“En emergencias se conocen esos primeros días como los del caos organizativo. Quiero decir, cuando tú te caes de una bicicleta no te levantas y te vuelves a montar en la bicicleta. Estás en un estado de shock. Por qué me he caído, te palpas el cuerpo, qué me ha pasado, cómo no me he dado cuenta de que iba muy rápido en la curva… lo que sea. Estás dolorido y estupefacto. Aplícalo aquí por cien mil. No lo estoy justificando, sólo digo que sucede. ¿Por qué el Gobierno no envió aquí a todo el ejército? Pues porque antes hay que conocer el terreno. Los primeros militares que llegaron estaban de brazos cruzados porque nadie les decía qué hacer. Estábamos en la fase de caos organizativo. Cuando llegamos el domingo sólo nos dio tiempo de ver lo que teníamos por delante, que era gigantesco. Todo estaba lleno de coches apilados y en las calles había una cuarta de fango. No nos pusimos a recoger sin ton ni son. Nos organizamos”.
La organización va desde lo más básico a lo más complejo con una sola idea: tener claras las prioridades y saber cómo ejecutarlas con eficacia. No se puede limpiar una calle que ensucie la que ya se había limpiado. Para eso hay que actuar siguiendo una cuadrícula. Parecen asuntos simples, pero no son tan fáciles en el caos organizativo. Infoca diluye ese caos y lo que falla se soluciona cone ltrabajo en equipo: “A un bombero de Almería le falta una llave para abrir una arqueta y al momento llega un bombero de Vigo con ella. Aquí se aprende mucha geografía. No hay ningún lugar de España que no tenga a alguien aquí”.
Para que los bomberos puedan limpiar, primero la UME (Unidad Militar de Emergencias) tiene que prestar el músculo de su maquinaria pesada. Es decir, retirar coches arrastrados por el agua. En las afueras de Catarroja se encuentra un solar habilitado como cementerio de coches. Es la catedral de la chatarra. Son miles de coches unos encima de otros puestos de cualquier manera, una cordillera de vehículos despanzurrados. Son los que se han podido retirar en estos días y cuyo interior ya se ha registrado. Pero hay muchos más. La estimación es que la riada ha enviado a 80.000 vehículos al desguace.
La muestra la encontramos en un barranco que vierte agua de manera adyacente al principal, el del Poyo, en la confluencia que aquí conocen como ‘les barranques’. Atraviesa Albal. Aquí queda otra montaña de coches que el pasado 29 de octubre crearon una represa que contribuyó a la anegación.
Estos coches hay que retirarlos uno a uno y comprobar que no hay ningún cuerpo dentro de ellos. “Tenemos indicios de que aún puede haber cadáveres en ellos. No hemos visto ninguno, pero en el puesto de mando nadie lo descarta”. A simple vista es imposible saberlo porque son vehículos retorcidos, aplastados y se encuentran bajo muchos otros coches. “La UME acude con sus perros rastreadores, el material para la excarcelación y, en alguna ocasión, hay que llamar al forense”. Este es un lugar crítico. Nos indican que nos pongamos las mascarillas y los guantes porque aquí el lodo se ha mezclado con aguas fecales. En este festival de las bacterias el olor a podrido es más potente y la catástrofe se manifiesta con una obstinada nitidez en la destrucción de muros que dejan a la vista lo que fueron salones, dormitorios y cuartos de baño, en algunos casos intactos y expuestos. Me señalan una carnicería en la que encontraron 200 kilos de carne en estado de putrefacción, o allí, donde apareció un caballo muerto descomponiéndose.
El otro trasiego es el de pequeños camiones que van trasladando las montañitas que salpican al pueblo a un vertedero mayor improvisado en un solar. A continuación, un camión de mayor tamaño va mordiendo esa montaña para trasladar, realizando una primera división de marteriales muy somera, más enseres, ya sin basura orgánica, a la gran montaña colocada a las afueras de las localidades. Y allí llegará el gran camión provisto de cubas que llevará todo ese material fungible, ya sin importancia pese a la importancia que muchas de esas cosas tendrían en otra vida de los propietarios, en una vida pensada sin sobresaltos, a un lugar que todavía no se sabe dónde. ¿Dónde cabe esta inmensidad?
Pero como no paran de repetir los que seguramente fueron algunos de sus propietarios: “Al menos estamos vivos”. Es el consuelo frente a los amigos y familiares de los que ya no están, bien porque saben que se encuentran entre la lista de las víctimas o en la lista de los que ya llevan demasiado tiempo desaparecidos.
Nos cruzamos con una larguísima cuadrilla de estudiantes que van uniformados con la camiseta de la universidad murciana UCAM comandados con lo que suponemos que es algún profesor. Algún vecino ya muy mayor les jalea: “Esto es lo mejor de España, nuestra juventud”. Revilla los observa con ternura: “Sé que fue muy emocionante ver a todos esos jóvenes cruzar aquel puente para ayudar a sus vecinos cuando aquí aún no había llegado nadie, pero en esas horas actuaban como pollos sin cabeza. Tenían la mejor de las voluntades, pero poco podían hacer más allá de ese consuelo de estar ahí y alguna ayuda puntual. Cuando llegábamos los encontrábamos yendo de un sitio a otro sin una idea concreta. Ahora son mucho más útiles porque cogemos a unos y les decimos, mira, ven, ahora donde tenéis que barrer es aquí”.
El Infoca se guía por mapas precisos de las localidades y cuadrantes que permiten avanzar ordenadamente en la limpieza. En buena parte de Albal las calles ya están despejadas y en una de sus calles principales, la avenida de la Generalitat, ya han abierto una pescadería, una farmacia, el Mercadona… “La frase sólo el pueblo salva al pueblo es muy bonita y está muy bien. Yo también soy el pueblo, un servidor público al que paga el pueblo. Todos somos pueblo. Y el pueblo sólo salva al pueblo cuando está organizado, el pueblo desorganizado no salva a nadie”, concluye Revilla mientras reparte saludos y abrazos con los bomberos extremeños o los del consorcio provincial de Almería, con los que han estado trabajando codo con codo.
Uno de esos sitios en el que los andaluces y extremeños han dejado huella es el colegio público San Blas. El pasado 29 de octubre las maestras enviaron a todos los niños a casa a la una de la tarde temiendo lo que se venía. No son muchos niños. Hay clases que no tienen más de siete. En este centro hay líneas para la educación especial y los niños de educación especial son especiales para sus maestras. Nuria es una de ellas. “Cuando enviamos a los chicos a casa no podíamos ni suponer lo que iba a pasar, pero aquí en Valencia cuando llueve mucho se sabe que lo mejor es estar en casa y no lo dudamos. Pero lo que nos encontramos después…”. El agua superó el metro y medio, hundió el techo falso de la secretaria y arrasó con todo el material por debajo de sus nivel. El Infoca se empleó a fondo y tres días después el colegio es un sitio habitable y las profesoras han comprobado que todos sus alumnos están bien. ¿Cuándo volverán? No se sabe. El olor a moho y humedad es profundo y la mayor parte del mobiliario está inservible. Lo mismo hicieron en la residencia de ancianos, cuyos residentes se salvaron gracias a la actuación de los cuidadores subiéndoles al segundo piso. Los operarios del Infoca han conseguido que el centro haya vuelto a ser habitable.
El espíritu de la solidaridad se expresa en todos los rincones. Hay decenas de lugares en los que voluntarios ofrecen agua, lejía y latas de comida. Otros abastecen a otros voluntarios de botas, mascarillas o barritas energéticas. En el centro de recepción de ayuda la Cruz Roja y el Ejército clasifican cajas con todo tipo de material llegado de toda España y al que ya es difícil encontrar hueco.
Para que toda esta ola solidaria sea útil se necesita a personas como Sonia Guillén, una profesora de competencias digitales para los colegios de la zona que también es concejal en Albal, de la oposición, “pero eso no importa, aquí todos arrimamos el hombro”. Sonia se ha puesto al frente del punto de recogida de comida en el colegio San Carlos Borromeo. Eso fue uno de los primeros trabajos del Infoca, habilitar lo que era un barrizal para que este lugar pueda funcionar. Ahora, ordenadamente, la gente acude aquí a recoger sus tarrinas de comida caliente. Mientras, Sonia está rodeada de su principal instrumento de trabajo: carros de la compra. Con ellos este ejército de salvación se reparte por el pueblo y las localidades cercanas llevando comida a quien no puede moverse. Aún hay muchas personas atrapadas en sus casas. No le preguntes a Sonia por la batalla política que llena de ruido las redes sociales. Entre lágrimas de emoción dice que “no veo las noticias. No quiero saber nada. Quien tenga responsabilidades que las asuma después, pero yo lo que necesito ahora son soluciones. Lo único que me quita el sueño es dar de comer a la gente que lo necesita”.
No veo noticias, no quiero saber nada. Yo ahora lo único que quiero son soluciones"
El sueño. Eso es algo que recuerda vagamente Revilla. Los efectivos del Infoca duermen en Cullera, un lugar de veraneo que se encuentra a unos 30 kilómetros de aquí. En estos días ha habido jornadas que han tardado más de dos horas en realizar el recorrido. Tras cerca de doce horas de trabajo efectivo llegan allí exhaustos, “pero no logras conciliar el sueño. Te acuestas y empiezas a darle vueltas a la cabeza a todo lo que has visto, a todo lo que queda por hacer, que es tanto…”. Por eso son necesarios los turnos. Carlos Revilla regresará a Córdoba y ya llega fresco otro retén. Se saludan con un “bienvenido a la guerra”. Y ahí está la guerra. Llamada desde el mando central. Tienen que cambiar de sector. Ahora irán al sector 4, en Catarroja. “¿Cómo están allí las cosas?”. “Mejor no preguntes”. Y los camiones, las motobombas y los 120 bomberos de refresco acuden a su bautizo de fango en este territorio arrasado.
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